Imaginemos que somos un vaso con agua pura. A medida que pecamos el agua se turbia y se vuelve negra, ya no somos nosotros, es el pecado quien habita en nuestro corazón. La misericordia de Dios nos brinda la oportunidad de volver a ser esa agua pura y transparente, todos los días y casi a cualquier hora. La confesión es el sacramento divino que Dios nos ha otorgado para redimir nuestros pecados, para descargar todo el peso que llevamos a cuestas, es la oportunidad perfecta para volver a empezar. Acudir a este sacramento no es signo de debilidad, como muchos suelen pensar, al contrario, nos hace más fuertes pues tenemos el valor de reconocernos débiles y pecadores, con sed y hambre de Dios. A nadie le gusta hacer una lista de debilidades y errores, para nadie es fácil tener que decirlos en voz alta, pero es el medio más efectivo para estar en verdadera paz con Dios y con nosotros mismos.
Es casi como darnos un buen duchazo: entramos al confesionario sucios hasta la coronilla y salimos de él limpios y relucientes. Enfrentar nuestros pecados no es fácil, pero es la única manera de aceptar la ayuda de Dios. En medio de nuestra miseria es cuando más se manifiesta la misericordia de Dios por el arrepentimiento y la necesidad de volver a la casa del Padre.
<<Vengan, para que arreglemos cuentas. Aunque sus pecados sean colorados, quedarán blancos como la nieve; aunque sean rojos como púrpura, se volverán como lana blanca>> (Isaias 1, 18)