El alimento para el alma

La tristeza puede llegar en cualquier momento de la vida. Las formas en las que se reacciona frente a ella varían de acuerdo a la edad y la situación en la que nos encontremos. Seguramente nadie se salvará de sentirse triste en algún punto de su vida, pero lo que sí es seguro es que Dios no es indiferente a nuestro dolor. Él, al igual que un padre o una madre, se preocupa por sus hijos y se manifiesta a través de otras personas para hacernos sentir mejor. El dolor en ocasiones nos convierte en ciegos renegadores de Dios y no nos permite ver que hay muchas situaciones de nuestra vida que están llenas de la misericordia y el consuelo de Dios. En ocasiones nos sentimos agotados y tendemos a perder la esperanza, creemos que los problemas no tienen solución o que simplemente nada será suficiente para que volvamos a recobrar la felicidad. En esos momentos es importante tener en cuenta que Dios no nos da la espalda, no nos abandona, no flaquea como lo hacemos nosotros, Él es firme en sus promesas. Cuántas veces hemos tenido esa sensación de no poder más. Clamamos al cielo y pareciera que este estuviera sordo a nuestra voz. Qué sensación más extraña. Como si la pena no tuviera final.

Se dice que Dios les da las batallas a sus guerreros más fuertes. ¿De verdad? Entonces, ¿por qué el sentir es ya no poder más? Las fuerzas se agotan, el cansancio se apodera y hasta amanecer cuesta. ¿Será que de verdad Dios se encuentra ausente cuando pasamos por momentos de dolor? Eso pareciera. Sin embargo, Él nunca está indiferente a nuestro sufrimiento. Solo basta que clamemos su nombre para hacerse presente de la manera en que los ojos de nuestro espíritu le reconocerán. Puede ser que los ojos de los sentidos difícilmente le registren, los del alma siempre. Definitivamente, algunos de los grandes misterios siempre serán la enfermedad y la muerte. Nunca estaremos del todo preparados para recibirlas. Llegan sin avisar, de repente… Todo estaba bien y de un momento a otro todo cambia. La vida se torna tan frágil y cuando las preguntas surgen, los miedos aparecen. Son tan intensos que paralizan el alma. Muchas veces no nos dan ganas ni de rezar. Deseo para hacerlo sí hay, fuerza no. Es por eso que en esos momentos es importante pedir a los demás que nos sostengan con sus oraciones. Mientras tanto, hay que convertir nuestro dolor en plegaria sencillamente diciéndole a Dios: “Te lo ofrezco”. Así Él dará la fuerza cuando la debilidad se presente, la esperanza cuando la desesperación invade, la luz cuando la vida se torne oscura. Solo Dios es la certeza cuando hay más preguntas que respuestas.

<<Felices los que lloran, porque recibirán consuelo.>> (San Mateo 5, 4).