No hay nada más dulce y tierno que ver a un bebé recién nacido, tan diminuto y a la vez tan perfecto. Dios creó cada parte de nuestro cuerpo, nos formó tal y como él quiso. Y es precisamente él quien se deleita más al vernos nacer, crecer y usar para bien todos los talentos y el potencial que él ha puesto en nosotros. Cada uno de nosotros es único y especial para Dios; él nos formó con mucho amor y gran detalle. Nuestro corazón debería saltar de gozo en adoración cada vez que recordemos esto: somos creación especial y maravillosa para Dios, y él se deleita en nosotros.
No debemos ver a los hijos como una carga o como una responsabilidad demasiado difícil de asumir. Los hijos son una bendición, son herencia de Dios y recompensa para nuestras vidas. Debemos amarlos y apreciarlos. Es un gran privilegio y honor que Dios nos conceda hijos, poder verles crecer y criarles en el temor del Señor. Apreciemos ese regalo de Dios. Los discípulos le hicieron una pregunta a Jesús. Suponemos que en su interior, cada uno deseaba escuchar su nombre como respuesta. Jesús les sorprende al declarar que, no solo para entrar en el reino de los cielos sino para ser el más grande allá, es necesario ser humilde como un niño, somos humildes cuando reconocemos nuestras limitaciones y debilidades. Los niños piden ayuda cuando la necesitan y piden perdón cuando deben hacerlo. Luego siguen con lo que estaban haciendo sin guardar rencor. Necesitamos aprender de ellos a pedirle ayuda a Dios y a los demás sin avergonzarnos o sentir que hemos fallado. También debemos aprender a pedir perdón sin guardar rencor y luego seguir adelante con la ayuda y dirección de Dios.
<<Jesús, al ver esto, se indignó y les dijo: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. En verdad les digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.»>> (Marcos 10, 14:15)